2012-12-13
12/12/2012 El Santuario


Un grupo de submarinistas, encabezado por un padre y un hijo, realiza una expedición a la cueva más grande e inaccesible del mundo. A causa de una tormenta tropical, tendrán que enfrentarse a numerosos peligros, mientras buscan una ruta que les permita salir y salvar sus vidas.
 
Crítica de cine:
 
James Cameron financia este desastre firmado y producido por su colaborador Andrew Wight. Un terror acuático a olvidar con rapidez, mal presentado e interpretado sin ninguna convicción por un reparto de circunstancias.

Frank (Richard Roxburgh) lidera una expedición de espeleólogos en la cueva submarina más recóndita del mundo, Esa Ala, en Papúa. Una brutal tormenta dejará atrapado al equipo con una sola opción para sobrevivir: seguir adelante, hacia lo inexplorado. James Cameron, siempre fascinado por las sugerencias del medio acuático, auspicia “El santuario (Sanctum)” (ver tráiler), aventura submarina nacida de una terrible experiencia personal del explorador Andrew Wight, también aquí productor y co-firmante del guión junto con John Garvin. Y ha de ser buen amigo de Cameron, todo hay que decirlo ─han colaborado en los documentales “Misterios del Titanic” (2003) y “Misterios del océano” (2005)─, porque si no es imposible comprender cómo el responsable de “Avatar” ha financiado este desastre dirigido por el prácticamente desconocido Alister Grierson, cuya popularidad no va a crecer demasiado tras esta película.

Atrapados en un entorno hostil. Presión, tensión, miedo… lo cierto es que, indirectamente, Grierson consigue reflejar en parte lo que debe ser la desorientación perceptiva de una situación extrema como la que propone, aunque si lo logra es gracias a la enervante torpeza estética con la que presenta prácticamente cada segundo de un desquiciante metraje que linda con las dos horas de duración; visualmente, esta pesadilla bajo tierra no asombra ni acongoja, ni divierte ni, si acaso, entretiene mínimamente. Con una planificación que no aprovecha los recursos de que goza, este body count en el que el asesino toma la forma de estrecheces en la roca y torrentes inesperados se diluye en una presentación feísima, unos diálogos en absoluto acordes con la situación que propone ─«el pánico es un buitre que se te posa en el hombro», y sentencias similares─ y un grupo de personajes tan imposibles e inverosímiles como merecedores de ser aplastados por la mano implacable de la madre naturaleza.

En un reparto de circunstancias ─tal y como están las cosas, alguna estrella podrían haber conseguido para liderar el casting, sin duda─, Richard Roxburgh se erige como la figura central en la que posar la mirada, el tipo duro, el centro de todo, a pesar de que su mal carácter le convierta en un antihéroe insoportable; a la par, Ioan Gruffud, cuya capacidad interpretativa se ve sobrecargada por un papel insostenible en su dibujo textual y situacional. Del resto de comparsas, poco se puede decir, salvo que Rhys Wakefield lo lleva claro para encontrar su hueco en la industria del futuro, visto lo visto. Sin capacidad de empatizar con nadie, sin el impulso de una narración dinámica ─aquí inexistente─, sin el escape de la más mínima originalidad ─la reiteración contextual roza lo desquiciante por su ausencia de frescura─, el espectador se deja llevar por el murmullo marino para volar a un pasado mejor, menos forzado en la casposa industrialización del arte, en el que el océano daba miedo y provocaba carcajadas a partes iguales. Y recuerda a Cunningham, a Piquer Simón, a Cosmatos.

 

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