Los
primeros rayos de sol me despertaron de mi profundo
sopor. En seguida me di cuenta que la mayoría
de mis compañeros de viaje no habían pegado
ojo. Al parecer, el barco no dejó de moverse
en toda la noche. Por babor ya se dibujaban los suaves
contornos de Ko Huyong, la isla más al sur del
desierto archipiélago de Similan, y ya todos
soñábamos con desembarcar y comenzar a
desenterrar el fabuloso secreto que nos aguardaba en
la isla, que, por supuesto, no era un tesoro de gemas,
piedras preciosas ni otras riquezas materiales, sino
algo aún más valioso que se ocultaba bajo
el color marfil de sus arenas, el esmeralda de sus aguas
y el zafiro de su cielo. Bendecido con algunos de los
más sanos y diversos arrecifes, el Parque Marítimo
Nacional de las Islas Similan está considerado
como uno de los Top Dive del buceo mundial. Este archipiélago
está situado a más de 120 kilómetros
del continente asiático, en pleno corazón
del Mar de Adamán, en aguas tailandesas, muy
cerca de los límites territoriales con Birmania.
Su nombre tiene su origen en la palabra malasia sembelan
que significa nueve, porque, precisamente, nueve son
las islas que forman este archipiélago. Todas
ellas deshabitadas, todas ellas salvajes, todas ellas
virgenes aún...
Abierto pocos meses
Con destreza, el capitan sorteó los numerosos
escollos de piedra y coral que salpicaba la bahía
Beacon de Ko Similan, la isla principal, y fondeó
a pocos metros de las blancas arenas de la paradisiaca
playa. Con ayuda de la tripulación echamos
al agua una pequeña neumática y una
ridícula chalupa y comenzamos a desembarcar
los víveres, los materiales del campamento
y los equipos de buceo. Una vez en tierra, después
de varios viajes, y bajo centenarios ficus gigantes,
levantamos las tiendas de campaña. El Parque
Marítimo de Similan sólo permanece abierto
unos pocos meses al año, de noviembre a abril.
El resto del año, el poderoso y contradictorio
monzón del suroeste vigila diligentemente que
nadie acceda a las islas, convirtiendo en una verdadera
imprudencia todo acercamiento a las mismas. Los fuertes
temporales de viento y agua y los peligrosos arrecifes
que salpican caprichosamente las costas lo hacen imposible.
Nuestra
pequeña expedición, formada por unas
15 personas -entre las cuales hay dos tripulantes
del barco y dos cocineros- desembarcó en la
isla principal bajo la protección y el auspicio
de Klaus Orlik, un alemán afincado desde hace
más de 25 años en Tailandia que puede
presumir de ser el único hombre que posee autorización
del gobierno thai para acampar en Ko Similan. Las
costas de las islas son de arena blanca con brillantes
y exuberantes bosques tropicales en los que sobresalen
gigantescas rocas de granito del tamaño de
pequeños edificios. Las rocas, las grutas y
los túneles submarinos son espectaculares.
El sorprendente fondo marino, verdaderos jardines
mágicos de coral multicolor, acoge a infinidada
de especies tropicales, destacando las mantas rayas
y las gigantescas tortugas de mar. Hay especies sobrecogedoras
como los meros gigantes y los venenosos peces piedra
y peces león. Los tiburones de puntas blancas
y los leopardo también son frecuentes en estas
aguas.
Nuestras primeras inmersiones las realizamos en las
islas de Ko Similan y Ko Miang con el agua a 31 grados
centígrados y con visibilidades cercanas a
los 30 metros. El verde esmeralda de las aguas envuelven
a todas horas unos fondos practicamente colonizados
por todo tipo de esponjas y corales blandos y duros.
Es como un gran jardín de coral salpicado por
una indescriptible explosión de vida: Peces
ángel, mariposa, cristal, cirujanos, ballestas,
cofres, globos, labiosdulces, meros del coral,...
una cantidad insultante que no permitía asentar
la vista en ningún lugar en concreto. Los bancos
de fusileros y de magníficos peces rey separaban
constantemente al grupo, mientras grandes túnidos
merodeaban curiosos en las cercanias. Las gorgonias
gigantes, abiertas cual abanicos de colores, parecían
descolgarse a nuestro paso de las adornadas paredes
del arrecife, como si se asomaran al observar a esa
rara especie productora de ruidosas burbujas, el único
sonido que perturbaba aquella paz eterna. Todo el
fondo de arena blanca está salpicado de insinuantes
montoncitos tras los que se ocultan pintorescas rayas
de lunares azules, muy desconfiadas y asustadizas
y poco amigas de posar ante mi cámara. Tras
las inmersiones subíamos al barco con una verdadera
borrachera de color y de vida, intentando la casi
imposible tarea de hacer un repaso mental y memorizar
todo lo que nuestros ojos habían visto ese
día.
En tierra nos esperaban fieles los dos cocineros tailandeses
de la expedición, verdaderos maestros culinarios
que nos ofrecían siempre los mejores manjares
de la internacionalmente famosa cocina thai. La jornada
la pasábamos sumidos en un placentero sopor,
del que supongo es responsable la suave temperatura
de los trópicos y el elevado grado de humedad
del ambiente. Descansábamos siempre a la sombra
de los salvajemente retorcidos árboles de la
jungla, sobre la misma arena de la idílica
playa. Y en esas circunstancia pudimos apreciar que
la isla no estaba tan desierta como nos aseguraron
antes del viaje. Lejos de parecer dormida o aletargada,
la jungla parecía respirar por sí misma,
estaba, sin duda, viva y, aunque nunca pudimos ver
a sus invisibles inquilinos, sí les oíamos
y les sentíamos durante todo el día,
tras el espeso follaje de la vegetación: el
chirriar de las cigarras, los rítmicos sonidos
de las cacatuas y los bellos cánticos de otros
pájaros. Por la noche nos llegaban los arrastrados
sonidos de alguna cautelosa e inofensiva serpiente
y vimos, al principio sobresaltados, un montón
de atrevidas y saltarinas ratas de campo que a menudo
pasaban a toda velocidad entre nosotros. Y aunque
parezca mentira, uno termina acostumbrándose
a todo esto. Se lo aseguro. Todas las noches (las
siete de la tarde del frio enero) nos
reuniámos ante una atractiva y sorprendente
mesa improvisada llena de sabrosas viandas. No faltaba
de nada para cenar. Comiamos sentados en el suelo
entre antorchas clavadas en la arena y, posteriormente,
haciamos sobremesa entorno a un gran fuego de campamento,
donde degustábamos unos extraños cubatas
elaborados con un típico brebaje local al que
llamaban Meikon, o algo así. Pura ambrosía.
Más
emociones
Día tras día, las inmersiones se sucedían
y, aunque no nos cansábamos de los extraordinarios
e idílicos paisajes submarinos ni de las multicolores
especies tropicales que nos rodeaban, en la tercera
jornada pedimos a Raina, nuestro jefe de grupo, al
que bautizamos cariñosamente como el McGiver
de las profundidades por su destreza con las herramientas
y su envidiable capacidad para arreglar cualquier
avería, que nos llevara a ver algo más
excitante. Pusimos rumbo a la isla de Ko Payang, más
al sur. Hasta ahora nuestras inmersiones no habían
sobrepasado los 30 metros de profundidad y nos preparamos
para bajar más y para movernos entre fuertes
corrientes. Ibamos en busca de tiburones, tortugas
y grandes túnidos. Desde el principio, Raina
impuso un ritmo frenético de aleteo. Había
que moverse muy rápido, ya que en estos parajes
casi vírgenes, los animales no están
acostumbrados a la presencia del hombre y huyen en
cuanto nos advierten. Pronto divisamos, a unos 20
metros, la figura de una tortuga que se movía
veloz en dirección contraria a la nuestra y
junto a ella la silueta de un ágil escualo
se movió rápido para ocultarse tras
unas rocas. Con fuerte aleteo sobrevolamos una cortada
pared de piedra y, mirando al fondo, Raina señaló
con una mano mientras se llevaba la otra sobre su
cabeza imitando una aleta. Eran dos tiburones de puntas
blancas, muy escurridizos que se movían entre
cárdumenes de peces. Me dejé caer como
una avalancha sobre el que tenía más
cerca que empezó a huir en cuanto me sintió.
Con las manos extendidas sujetando la cámara
digital, con un ojo en el visor y otro en el ordenador
de mi muñeca, intenté encuadrar al escualo.
Mientras, los dígitos del profundímetro
aumentaban con rapidez (... 38, 40, 41, 42...). Disparé,
capturando la imagen vertiginosa del puntas blancas
atravesando un banco de pargos amarillos.
El resto de las inmersiones se sucedieron entre los
variados y espectaculares arrecifes de coral del Mar
de Andamán, considerados los mejores de Thailandia.
Estos arrecifes crecen muy lentamente: un metro de
coral puede tardar 1000 años en formarse. Dado
que un arrecife es una fuente de alimento y protección,
constituye la base de un ecosistema marino único.
El arrecife consta de los constructores reales (básicamente
corales duros, cuyos esqueletos calizos constituyen
la base del arrecife) y de los habitantes cuyos restos
contribuyen a su creación. Son miles de plantas
y animales que viven en torno a un arrecife de coral.