La
proa de la goleta Ondina apuntó amenazante a la
cumbre más alta del Illi Api, a ratos cubierta
por una espesa nube gris que se empeñaba en estropear
la exótica panorámica. Alguién desde
lo alto del palo de la mayor gritó algo y señaló
a poniente y todos nos asomamos por la amura de estribor.
El imponente chorro de agua de dos ballenas y la silueta
de sus lomos azules se dibujaban por el horizonte cercano.
Fue entonces cuando nos fijamos en la superficie del mar.
Baruna, el Dios local de los océanos, debía
tener un mal día. No se levantaba ni una sola ola,
sin embargo, la faz del mar parecía contrariada.
Las aguas rabiosas del Índico se precipitaban por
el cuello de botella del Estrecho de Alor en busca de
otras extensiones donde liberarse de su furia. Las corrientes
marinas afloraban y, desde fuera, ya observábamos
el mar como si fueran los rápidos de un río
embravecido, lleno de torbellinos y remolinos traicioneros.
Tardamos un rato en encontrar un lugar, cerca de la costa
que estuviera a refugio para poder realizar nuestra primera
inmersión del día.
En dos de las tres neumáticas de la Ondina elegimos
una zona para sumergirnos más cercana a la gran
playa de Pulau Pura, mientras que el último grupo
buscó refugio junto a una pequeña pared
de roca al final de la bahía. Era muy temprano
y el sol aún no había terminado de superar
la silueta del volcán, por lo que aquellas aguas
todavía estaban dominadas por la sombras de la
isla. No obstante, nada más entrar en el agua,
la enorme claridad reinante nos permitió ver una
gran extensión
del fondo, una ligera pendiente situada a poco más
de ocho metros de profundidad. El agua era aquí
un poco más fría que lo que acostumbra en
otros lugares de Indonesia y eso se notaba por un pequeño
detalle: la poca presencia de colonias de corales.
Pradera de anémonas
Bajo nosotros se extendía una inmensa pradera
de anémonas de mar, cuyos millones de tentáculos
se movían vigorosos al ritmo que marcaba la ligera
corriente de vaivén. Cualquier Ciudad de Anémonas
(que hay muchas) de otros mares tropicales del planeta
son insignificantes comparadas con esta alfombra submarina.
Había distintos ejemplares: la bulbosa Entacmaea
quadricolor, la colorida Hecteractis aurora y la anémona
carpeta Stichodactyla haddoni. Este campo de anémonas
se perdía en cualquiera de las direcciones en
que miráramos, no en vano, su extensión
no se mide en metros cuadrados, sino en kilómetros
y kilómetros. A unas decenas de metros de donde
estábamos la suave pendiente que procedía
de la costa se precipitaba sobre una escarpada pared
que llegaba por debajo de los 50 metros de profundidad.
Esas paredes verticales también estaban completamente
tapizadas de anémonas multicolores, siempre visibles
hasta que se interponía entre ellas y nosotros
algún espeso banco de peces estandarte o cirujanos.
Lo más sorprendente de la inmersión -conocida
popularmente como The Clownfish Valley o, lo que es
lo mismo, “El valle de los peces payasos”-
es que en cuanto más descendíamos por
la pared, más tupida era la alfombra de anémonas,
siendo los 35 metros de profundidad el lugar que concentraba
más vida marina. Sin embargo, puesto que la luz
era insuficiente para captar con precisión aquel
extraordinario paisaje submarino, los fotógrafos
decidimos ascender en busca de la suave luz de la mañana.
Allí pudimos comprobar la gran cantidad de peces
payaso que merodeaban alrededor de sus anémonas
anfitrión. Sin embargo, había tantas anémonas
que muchas no tenían inquilinos que las ocuparan.
A primera vista se podían distinguir tres tipos
de peces payasos, los de Clark (Amphiprion clarkii),
los mofeta oriental (Amphiprion sandaracinos) y los
payaso occidental (Amphiprion ocellaris).
El valle de los peces payasos
Estos peces anémona pertenecen a la familia Pomacentridae,
incluído dentro de los conocidos peces damisela.
Sus anfitriones, es decir, las anémonas con las
que conviven, tienen el disco oral y los tentáculos
plagados de unas algas microscópicas llamadas
zooxantelas, y que necesitan la luz del sol para realizar
la fotosíntesis y conseguir la glucosa, su principal
fuente de energía. Por esto siempre las encontraremos
-por lo menos esta es la teoría- a poca profundidad
y en aguas muy luminosas y claras. Sin embargo, en este
lugar remoto de Pulau Pura nos había sorprendido
encontrarlas por debajo de los 30 metros de profundidad.
Tanto la anémona, como el pez payaso encuentran
beneficio en esta curiosa asociación. Mientras
el pez encuentra entre los urticantes tentáculos
de la anémona protección antes sus depredadores,
su anfitriona encuentra beneficio en la gran actividad
limpiadora de estos peces, ya que ellos se encargan
de la eliminación de parásitos y restos,
además de protegerla de los molestos picotazos
de los peces mariposas, buenos comedores de tentáculos,
muy bellos, pero también muy venenosos. Los payasos
para poder sobrevivir en una jungla tan peligrosa como
ésta y no morir víctima del
veneno de su anfitrión, camufla constantemente
todo su cuerpo con el mucus segregado por la anémona,
cuya verdadera finalidad es evitar el disparo de los
nematocistos propios, al tocarse entre sí los
tentáculos. Para envolverse en este camuflaje
químico, el pez, la primera vez que se acerca
a su anémona, inicia un lento periodo de aclimatación,
durante el cual realiza breves contactos y así,
poco a poco, va cubriéndose la superficie corporal.
Casi todas las especies de peces payasos pueden convivir
con varios individuos en la misma anémona y,
en este caso, se origina una jerarquía que tiraniza
a los más débiles. Por regla general,
el dominio lo ejerce la hembra, de mayor tamaño
que los restantes, luego viene un macho algo menor que
suele mostrarse agresivo en la época de reproducción
y, al final de la escala, un grupo de peces más
pequeños en talla, que no crecen por dedicar
gran parte de su vida y energía a huir de sus
congéneres más grandes. Si la hembra dominante
fallece, el macho cambia de sexo ocupando el lugar dejado
por ella, y uno de los peces pequeños pasa de
hembra a macho y aumenta su tamaño.
A pocos metros de profundidad, donde nos encontrábamos,
una ligera corriente lateral nos dificultaba el poder
hacer fotos a los pequeños payasos, bastantes
más tímidos que sus congéneres
de otras aguas más acostumbrados a la presencia
de buceadores. Sin embargo, la situación a pocos
metros de distancia de nosotros, justo en la zona donde
se encontraba el resto del grupo, se inició una
repentina corriente descendente de gran fuerza que puso
en un serio aprieto a los compañeros. Una fuerza
invisible les sorprendió a unos 30 metros de
profundidad y les empujó con gran virulencia
hacia el fondo. Los que estaban cerca de la pared pudieron
asirse a alguna roca o saliente y mantener la posición,
pero otros fueron arrastrados en cuestión de
segundo por debajo de los 50 metros de profundidad.
Gracias a la gran experiencia que acumulaban, pudieron
mantener la calma y, poco a poco, fueron remontando
la pared con un gran esfuerzo. Al final, todo quedó
en un gran susto.
Visita al volcán
Aquél repentino cambio de corrientes hizo que
nos tomáramos con más calma la jornada
y aprovechamos para desembarcar en la cercana isla de
Lembata, dominada por el imponente Ili Api, un viejo
volcán dormido de 1450 metros de altitud. Aunque
es un volcán considerado activo, la última
erupción tuvo lugar en el siglo XIX. En las inmersiones
que hicimos en la zona, observamos en fondos marinos
poco profundos y cercanos a la costa, multitud de finísimas
columnas de burbujas que constantemente manan de entre
las rocas volcánicas. Se trata de los gases que
expulsa el volcán.
Los indígenas de Lembata tienen aún el
Ili Api como un símbolo sagrado. Si la estación
húmeda se retrasa, todavía, los lembatianos
suben hasta el cráter del volcán y realizan
ofrendas y sacrificios de animales con el objetivo de
atraer las lluvias hasta allí. Los habitantes
del lugar, viven hoy a pocos metros de la costa y su
sustento proviene de los recursos que les ofrece el
mar, pero no siempre fue así. Hasta hace unos
40 años, los indígenas vivían en
otro poblado situado a unos 600 metros de altura, camino
del Illi Api. Nuestra intención era visitar ese
antiguo asentamiento. El viejo poblado es el sagrado
hogar ancestral de los habitantes de la isla y alberga
preciadas reliquias de la historia de esta gente. Para
llegar hasta allí, hay que subir por un empinado
e irregular camino de tierra durante, al menos, una
hora y media de marcha. Algunos lugareños se
ofrecieron a acompañarnos hasta allí y,
durante el camino, tanto niños como adultos hicieron
gala de sus primitivas armas como lanzas o arcos y flechas.
Actualmente abandonado, el viejo poblado sólo
es utilizado por los lembatianos para celebraciones
y ceremonias religiosas y de otra índole, como,
por ejemplo, el Kacang (alubia), un festival que se
celebra al final de septiembre o principios de octubre.
Los lugareños cuentan que durante la II Guerra
Mundial, cuando los habitantes de la isla aún
vivían en el poblado de la montaña, desembarcaron
allí tropas del Ejército japonés
y ocuparon el asentamiento. A punta de pistola y ametralladora,
los habitantes fueron obligados a abandonar sus humildes
casas y a trasladarse hasta la costa -donde residen
actualmente-. Todo hombre mayor de 12 años y
menor de 65 fueron obligados a trabajar en la construcción
de la base militar de Hadakewa. A pesar de que la II
Guerra mundial acabó años después
y que los japoneses abandonaron aquellas islas, los
lembatianos ya nunca volvieron a trasladarse al antiguo
poblado y se establecieron definitivamente junto al
mar.
El pueblo está formado por varias decenas de
tradicionales casas con techo de paja, que no tienen
paredes. La casa más grande y la primera que
se encuentra uno cuando se interna en el poblado es
la llamada Laba Making (Casa de hacer el clan). En su
interior hay una gran plataforma hecha con madera de
árboles y paja en la que llegaba a dormir hasta
20 personas. Hoy, en esta vivienda sólo hay unos
tambores de bronce, de origen vietnamita, llamados mokos
y una muestras de juegos de gongs.
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