Pocos refranes hay que expliquen tan bien las paradojas que aparentemente
presenta la vida. Los budistas lo representan de forma simbólica
con el círculo de los complementarios: el femenino Ying y
el masculino Yang, de forma que un punto de Ying está en
el Yang y viceversa, y ambos se persiguen cerrando un círculo
eterno que representa la existencia misma. El Corán lo expresa
de este modo: ...porque es cierto que junto a la dificultad
hay facilidad....
Hoy voy a tomar prestado un capítulo de los Secretos
del Mar de Tito Rodríguez, Director del Instituto Argentino
de Buceo, que me ha impresionado. En los 60 yo era un niño
que tenía dos animales favoritos: Clarence, el león
bizco de Daktari, y Flipper, el delfín más listo del
mundo. Eran años de eternos veranos en la playa, y parte
de mis primeras inmersiones las pasaba esperando ver a Flipper rodeando
mi diminuto cuerpo en el fondo del mar. Han tenido que pasar casi
cuarenta años hasta que un delfín de verdad, Pakito,
se instalara en los fondos donde yo comencé a bucear. Tito
Rodríguez, sin embargo, ha destapado la verdad que escondía
ese mito de mi infancia: Pocas series televisivas han conmovido
tanto al público como Flipper. Varias generaciones
crecieron disfrutando de las simpáticas aventuras de un delfín
libre que elegía vivir con un padre y sus dos hijos que se
veían sumergidos en toda serie de enredos. Pero lo que se
ocultaba detrás del guión era mucho más terrible.
En realidad Flipper nunca existió. Para interpretar el papel
se dispuso de cinco hembras de delfín ya que los machos suelen
tener marcas de dientes sobre el lomo, producto de las peleas para
conseguir hembras, y los productores entendían que necesitaban
delfines con cuerpos impecables. Los delfines nunca trabajaron en
libertad, la serie se rodaba en el interior de un perímetro
enrejado cerca de las Bahamas y el entrenamiento de los delfines
se lograba en base al hambre. Richard O´Barry, el entrenador
de los delfines, escribió textualmente: Después
de dos días sin comer no hay nada que un delfín no
haga por un trozo de pescado. Incluso la voz de Flipper era
falsa. El sonido que se escuchaba cuando el animal sacaba la cabeza
del agua y sacudía el cuerpo, fue generado por Mel Blanc
que fue quien también hizo las voces de Buggs Bunny y el
Pájaro Loco. En la década de los 60, cuando la serie
era un éxito, un delfín no entrenado tenía
un costo de 400 dólares y todos querían tener uno.
Quien tenía dinero para construir una pileta quería
a Flipper en ella. El Sea Aquarium de Miami, dueño de la
misma empresa que producía la serie, se convirtió
por aquel entonces en el principal exportador de hembras de delfín.
Todos los acuarios del mundo presentaban al verdadero Flipper
. Incluso un millonario europeo asistía a las fiestas arrastrando
con su lujoso auto un trailer con un delfín nadando en poquísima
agua. Hasta algunas gasolineras tenían su propio delfín
para entretener a los clientes mientras cargaban combustible. La
serie causó tanto daño como beneficio para los delfines.
El público, enamorado de Flipper, comenzó a pedir
leyes más rígidas que defendieran a los mamíferos
marinos y comenzaron así las primeras prohibiciones de captura.
A principios de los 70 el precio de un delfín salvaje ascendió
hasta 220.000 dólares. En los 80, al descubrir que se mataba
a los delfines al capturar atún, una campaña se extendió
por los Estados Unidos y su consigna rezaba: ¿Mataría
Ud. a Flipper por comer un sándwich de atún?
y la gente, masivamente, dejó de comprar atún. Flipper
ha salvado tantas vidas de delfines como las que ha matado, o tal
vez más. Los delfines gozan hoy del cariño del público
que los protege y cada vez son más los que se niegan a verlos
en cautiverio. Pero Susie, Kathy, Liberty, Patty y Sharky, las protagonistas
de Flipper, murieron en cautiverio, olvidadas en un circo de cuarta
categoría cuando la serie dejó de rodarse. Ric O´Barry,
el entrenador, fue detenido en 1970 en la Isla de Bimini al intentar
liberar a un delfín en cautiverio. Desde entonces dirige
Proyecto Delfín una asociación que tiene
como objetivo lograr la liberación de delfines en cautiverio
en todo el mundo. Hace un par de días, haciendo zapping,
volví a encontrarme con Flipper, nadando en grises fondos
coralinos, y embistiendo a varios tiburones para salvar la vida
de un niño que buceaba con las mismas gafas con las que yo
comencé a bucear. Los tiburones sangraban con bastante realismo
por sus agallas y acababan muertos en el fondo. No creo que fueran
unos buenos efectos especiales, sino más bien unos cuantos
extras involuntarios, unos gragarios que se sacrificaron por la
estrella. Pero lo que yo no sabía era que a Flipper, en realidad,
el niño le importaba un carajo. Lo que probablemente quería
es comerse a ese tiburón porque lo mataban de hambre para
controlar sus movimientos. Tampoco sabía que él en
realidad era ella, y que no era una sino un harén. Yo no
le di la tabarra a mi padre para que pusiera un delfín en
mi bañera. No estaba el horno para bollos. Pero estoy seguro
de que si hubiera visto un tiburón le hubiera metido un arponazo
con el fusil sin ningún miramiento. Quizás sea el
momento de comenzar a humanizar a los tiburones. De hecho las dos
últimas producciones de animación Nemo
y El espanta tiburones han abierto esa posibilidad.
Podemos comenzar a rodar una serie con Blanqui un tiburón
blanco amigo de una pareja de ecologistas senegalesas sin papeles
que las salva de morir ahogadas en una patera y destroza con sus
mandíbulas las redes de los arrastreros piratas.
Javier Salaberria
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