Tiburón blanco, el gran asesino, la
bestia de las películas de terror de los 70 que comenzó
con Jaws de Spilberg, sigue siendo motivo de fascinación
para todos, especialmente para algunos que se atreven a introducirse
en una jaulita para fotografiarlos y saborear de cerca la majestuosidad
de su amenazadoras mandíbulas. Los barrotes se vuelven insignificantes
cuando desde lejos se adivina la silueta del gigante. Sin embargo,
nosotros somos su principal amenaza, la de él y la de toda
la familia de escualos a los que, entre otras cosas, les arrancamos
las aletas en vivo. Ni siquiera nos tienen por un buen bocado. Sólo
nos muerden si nos confunden con una foca o si nos ponemos a incordiar.
Puede que algún ejemplar muy hambriento y muy valiente se
haya llevado por delante alguna que otra víctima, pero siempre
es anecdótico si lo comparamos con la sistemática
caza y exterminio de tiburones en todos los océanos de la
tierra. Pero es cierto que este depredador, con una enorme boca
llena de afilados dientes y una robustez y agilidad corporal capaz
de destrozar una pequeña embarcación sin pestañear,
no engaña a cerca de su naturaleza agresiva. Ataca de frente,
dando la cara y con su propia boca. Si lo observamos con detenimiento,
al igual que sucede con otros depredadores, su cabeza y el resto
del cuerpo muestran cicatrices que son huellas de fieros combates
mantenidos con sus presas y sus competidores. De hecho, no siempre
consiguen cazar y a veces pierden la vida en el intento. En su cerebro
no hay lugar para la piedad ni el arrepentimiento, pero tampoco
para la malicia o el odio. Cumplen un papel a la perfección:
son la punta de una pirámide que coronaban sin competencia
hasta que una nueva especie, mucho más agresiva e inteligente,
comenzó a dominar los mares. Pero esta especie raramente
ataca de frente, por lo que su comportamiento no es propiamente
el de un depredador superior. Cada vez más, hay seres humanos
que bajo una apariencia inofensiva encierran el potencial destructivo
de millones de enloquecidos tiburones. El mismo hombre gris que
pasea plácidamente su perrito por el jardín de su
casa, es capaz de dar una orden telefónica que condena a
una muerte horrible a miles de personas inocentes.
La paradoja humana es que la misma inteligencia que le sirve para
prosperar puede llevarle a su desaparición. Es decir, que
al haberse colocado por méritos propios en la cúspide
de la pirámide depredadora, necesariamente se ha transformado
en su propio depredador, como consecuencia de la competitividad
por el espacio y los recursos.
Hoy la inteligencia depredadora debería reconducirse hacia
una inteligencia preservadora que garantice la supervivencia de
la especie y la de los recursos naturales de los que se nutre. Esta
evolución lógica, que conduciría al ser humano
y al planeta a una nueva época de entendimiento y convivencia,
no está necesariamente garantizada.
La cuestión es que en el reino animal un individuo no puede
desviarse tanto de su especie como para ponerla en peligro, pero
no sucede así en el caso del ser humano, en el que las individualidades
son, sin duda alguna, tan importantes o más que el grupo.
No podemos garantizar que el trabajo de cientos de miles, de millones,
no pueda verse inutilizado por el comportamiento de un solo individuo.
Si consideramos que cada ser humano tiene, en potencia, la capacidad
de desviarse del comportamiento cívico del colectivo, la
amenaza es atómica. Más aun, si tenemos en cuenta
que la ciencia avanza sin un rumbo claro que no sea el enriquecimiento
de algunas corporaciones, creando todos los días nuevos engendros
que doblan en peligrosidad a los anteriores.
Así las cosas, el tiburón blanco se transforma en
un icono de lo que existe en la mente de algunos humanos, e inspira
más lástima que miedo. Miedo es el que deberíamos
tener todos en el cuerpo cuando vemos, desde la frágil jaula
de nuestra cotidianidad, a los grandes tiburones que amenazan con
tragarse de un bocado y ciegos de codicia los últimos restos
de esperanza para nuestra frágil y castigada humanidad.
Javier Salaberria
|