El escritor
japonés Mishima, que consecuente con sus creencias acabó quitándose
la vida haciéndose sepukku (hara-kiri) como los antiguos samurais,
decía que una de las cualidades del genio y la belleza es la fugacidad
de su esplendor. Como la explosión de un fuego artificial el joven
y valiente héroe conservará su inmortal belleza viviendo y muriendo
rápido, inmolando su juventud ante los dioses que le favorecieron
frente a la vulgar y tediosa vida de los longevos cobardes. Y es
esta la paradoja de la pureza: la muerte, voluntaria y heroica,
es la que abre las puertas a la inmortalidad. Cuando veo las fotos
de Audrey Mestre sonriendo con su marido al haber alcanzado los
166 metros en los entrenamientos, días antes de su muerte, veo el
rostro de una ganadora con la belleza de una diosa griega y la juventud
atlética de un delfín.
Todo el universo conspiró para que esa niña que acompañaba a su
abuelo, viéndolo sumergirse en las profundidades del Mediterráneo,
acabara conociendo a un ser excepcional que desafiaba todas las
fronteras del azul. Se hizo su acompañante, su discípula, su amiga
y su esposa. Y acabó por ir tan lejos como él le enseñó a ir. En
ocasiones, m*s lejos...El tiempo no tuvo oportunidad de arrugar
su tez, blanquear sus cabellos o entumecer su cuerpo. La recordaremos
en su mejor momento, como inmortal heroína de las profundidades.
Dicen que es una temeridad precipitarse al abismo oceánico a toda
velocidad arrastrado por un lastre sin límite de peso para después
salir disparado como una bala hacia la superficie ayudado de un
globo. También lo es salir disparado en la punta de un enorme cohete,
dar unas cuantas vueltas ayudado de la gravedad, alunizar, y volver
al planeta en caída libre encerrado en una cápsula incandescente.
Resulta cuando menos imprudente tentar la suerte pasando el capote
por la testa de un fiero animal salvaje. Mismamente, en la Edad
Media era una locura merecedora de la hoguera creer que el hombre
podría trasladarse a más de 100 kilómetros por hora en un carruaje
sin caballos o que volaría como los pájaros ayudado de una simple
tela.
Es posible que para un ciudadano corriente no exista ninguna causa
que le motive a intentar permanecer bajo el agua de su bañera más
de un minuto, aguantando la respiración, para conocer cuáles son
sus propios límites físicos y hasta dónde puede forzarlos. Su actividad
diaria representa el ejercicio de un abnegado heroísmo anónimo que
le permite sobrevivir en un sistema cruel e inhumano como nunca
ha padecido el planeta. Sin embargo hay seres que, por decreto de
su destino y para beneficio de la humanidad, se liberan de permanecer
en la colmena junto a la manada y destacan por su genialidad. Algunos
los envidiamos y por eso decimos que no son cuerdos, prudentes y
prácticos como los demás. Pero es atributo de la genialidad estar
cercana a la locura, despreciar la prudencia y buscar lo auténtico
por encima de lo cómodo. ¿Está cuerdo el que decide sumergirse en
una hipoteca y sufrir de ansiedad de por vida? ¿Es prudente vivir
bajo la presión de un trabajo que el cuerpo no puede aguantar? ¿LLamamos
comodidad a acabar con la salud física y mental a base de doparse
con sustancias “descompresoras”? Eso por no hablar de intensidad.
Si pudiésemos elegir, qué elegiríamos: ¿una vida intensa pero breve,
o una larga vida en el presidio? Audrey tenía sus motivos para hacer
lo que hacía, pero lo más importante es que fue suficientemente
libre y valiente para elegir la vida que llevaba y lo hizo porque
siguió fiel a su vocación sin apartarse de ella por consideraciones
“prácticas”. Una decisión ésta, tan arriesgada como la de bajar
a tanta profundidad. Todos morimos. No es esa la cuestión. La cuestión
es cómo vivimos. En eso sí que podemos mirarnos en ella y envidiarla:
vivió y murió rodeada del calor de su compañero, con sus amigos,
haciendo lo que le apasionaba...y siempre se la recordará joven,
bella y valiente.
Javier Salaberria
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