Yo contamino, tú contaminas, el contamina...

Cada vez que un transeúnte tiene el placer de darse un paseo por el puerto de San Sebastián, por estas fechas atiborrado de turistas, encuentra un rincón especial de esos que no aparece en ninguna guía turística. La Bella Easo, conocida en otras épocas como La Tacita de Plata, es modélica de en cuanto a limpieza de playas, calidad de aguas, gestión urbanística, etc. Tiene no se cuantas banderas azules, certificados de calidad y premios... Pero a escasos metros del ayuntamiento que gestiona todo esto, un tufillo pútrido pone una nota de color típica y folklórica a tanta pulcritud desnaturalizada. Muchos usuarios del puerto deben creer que, además de refugio para embarcaciones, este lugar de aguas confinadas se trata de un vertedero que alguien, no se sabe muy bien cuándo, cómo ni porqué, se encargará de limpiar algún día. Y ese alguien debe ser la marea, porque lo que es el ayuntamiento no parece que sea. Claro, la marea no limpia, sólo redistribuye porquería, dejando parte de la misma en la arenita sobre la que el usuario marrano del puerto acabará posando la toalla de su churri. Y cuando ella grite “¡obleas!” al ver que su toalla de Massimo Dutti está decorada con un pedazo brea de aquellos que se te pegaban a las alpargatas arruinándolas para siempre, él se aliviará en los muertos del alcalde y en su política de limpieza de playas. Recuerdo cuando la playa de la Zurriola se llamaba Playa de Gros. La famosa “Tercera Playa”, regenerada hace pocos años y coronada con el palacio del Kursaal, fue hasta los años ochenta una de las más peligrosas en cuanto a corrientes y número de ahogados, y allí sólo practicaban surf los “flotantes” del matadero y del colector de aguas residuales situados en un extremo de la orilla. En la otra orilla desembocaba el río Urumea con su aporte de detergentes, aguas fecales y espumas papeleras. A pesar de ello nos bañábamos allí, esquivando “torpedos”, callos de buey y nubes de espuma. Algún pardillo se frotaba con la espuma creyendo que era una especie de talasoterapia gentileza de las autoridades que conmemoraban, de ese modo, la llegada del yate Azor y su ilustre Capitán: El Generalísimo. Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo, cuando los que contaminaban eran unos privilegiados y los pobres nadábamos entre la mierda que salía de sus tuberías.

Ahora todo es más democrático, por lo que la porquería también es patrimonio de la humanidad, en general. Recuerdo también que siempre fui respetuoso con el mar, quizás por haber sido testigo tan directo de los desmanes realizados hasta entonces. Me daban asco los ignorantes que enterraban los restos del almuerzo en la arena, los listos que probaban puntería con los cangrejos apedreándolos o los que no sabían ir al agua sin cargar su fusil primero. Pero a pesar de eso, cada vez que llenábamos el depósito de nuestra pequeña fueraborda siempre derramábamos un poquito de combustible que se quedaba allí flotando, con su particular interpretación del Arco Iris. Una minucia comparado con una limpieza de tanques. Pero si chorraditas de estas las repetimos todos los días de año y las multiplicamos por millones, creamos el efecto plaga. Controlar a un gigante que contamina mucho es relativamente sencillo, pero controlar a millones de hormiguitas, cada una con un poquito de porquería, es imposible. Además estoy hablando de un supuesto optimista: que los millones de usuarios del mar estén concienciados de la importancia de conservarlo para futuras generaciones. Si antes la contaminación la producían las papeleras, las refinerías, las metalúrgicas y los colectores, ahora van a ser los usuarios de las costas los que contaminen, porque la actividad económica voraz se ha desplazado hacia el ocio. Y allí donde se desplaza se desplazan también los problemas.



Javier Salaberria


 
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