Vimos venir la muerte

Ocho minutos angustiosos. Una visión en cámara subjetiva, perdida, apuntando a un descenso sin referencias, sin peces, sólo partículas iluminadas por el foco, estrellándose contra el visor a gran velocidad. Respiración agitada y alguna voz indescifrable y deformada en su tono hasta parecer la de un niño. Chasquidos met*licos y burbujeo...
-¡Ahí se ha escuchado claramente que grita “Help”! -dice uno -.
-¡Su velocidad de descenso es muy r*pida!...y no hace nada para detenerse -dice otro-. -Aquí mira su ordenador...no, lo muestra a la cámara, ¡quiere decirnos algo, tiene dificultades! -comenta un tercero-.
Después, la cámara se estrella y deja de filmar: es el fin. Los rostros de los espectadores que asistían a la proyección de “Raptures in the deep”, sobre todo los buceadores, palidecieron. Habían visto la muerte en directo de un instructor ruso en el Pozo Azul de la Península del Sinai, en el Mar Rojo. Este lugar se ha cobrado la vida de más de 1.000 buceadores en 35 años. A mi me pareció que fue una corriente la que succionó al instructor ruso, que no pudo hacer nada, excepto grabar su muerte precipitándose a un abismo sin fondo y sin regreso posible. Sin duda la más impactante de las películas proyectadas en el 26º Ciclo Internacional de Cine Submarino de San Sebastián. Dicen que ese lugar está maldito. Y tiene su leyenda: Una joven que por enamorarse inadecuadamente fue arrojada allí y desde entonces rapta los espíritus de los jóvenes que nadan en sus aguas. Intoxicaciones, pérdidas de orientación, descensos a mayor velocidad de la recomendada, falta de referencias... Todos coinciden en que impresiona no llegar a ver el fondo, en que hay un azul oscuro que anuncia una profundidad abisal. Pero es una dimensión hipnotizante que como sugería “El gran Azul” acaba por llevarse a los mejores. El miedo y el misterio, combinados en las dosis necesarias, actúan como atractivo cebo perfumado de un ser invisible que se alimenta de la curiosidad y la temeridad humanas. Un robot submarino del ejército israelí nos mostraba restos de trajes, tubos rotos, aletas enterradas, ordenadores oxidados, linternas... Lápidas de naufragios personales que pusieron fin a la aventura de algún explorador del mas allá, de alguno de nuestra especie, de un alma gemela. Por eso todos salimos con la piel áspera, con el pulso encogido y la boca seca.
Una madre judía lloraba a su hijo, demasiado joven para morir. Su compañero relataba cómo vio que se alejaba, que agotaba el límite de seguridad y que no pudo bajar a ayudarlo.
-No pude hacer nada por él. Tardé en asimilarlo, pero nadie hubiera podido hacer nada. Sin embargo tengo que vivir con ello.
Sus ojos conservaban la imagen de su amigo bromeando en la embarcación. La madre guardaba el relicario con la foto de su hijo desaparecido, su botella y una correa desgarrada, que es todo lo que pudieron rescatar.
-El no pudo hacer este corte. Alguien más estaba allí -decía dolorida-.
En los minutos finales no dijo nada. Ni siquiera intentó despedirse, aunque debía saber que estaba grabando. Quizás no pensó en ello, o quizás fuera cierto y alguien más estaba junto a él.



Javier Salaberria


 
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