Casi siempre, no es el alumno el que no aprende
sino el maestro el que no enseña. Sobre todo si se trata
de una actividad en la que existe una gran motivación, como
es el caso del buceo. Por si fuera poco, el alumno es también
el cliente, por lo que, además de querer aprender, le asiste
el derecho de recibir una formación de calidad. Así
lo reconocen todos los sistemas de enseñanza que insisten
en adaptarse a las necesidades del alumno ofreciendo simplicidad,
seguridad y todo tipo de facilidades para que la práctica
del buceo sea algo gratificante. Sin embargo, los sistemas son siempre
teóricos y las personas, al final,determinan la calidad de
los resultados. Hablar de personas es hablar de personalidades.
En el número de Junio, Toni Romero nos hacía una divertida
descripción de algunos ejemplares de instructores
de buceo que, salvando lo satírico, ponía el dedo
en la llaga. Son pocos los profesionales que entienden la responsabilidad
que asumen al poner bajo su tutela unos aprendices. Dirigir un barco,
el que sea, significa ser el responsable de su tripulación,
por eso el capitán es el último que abandona el barco,
sólo cuando se asegura que toda su tripulación está
a salvo. Derivar responsabilidades a subordinados es, sin embargo
y tristemente, una práctica habitual. Tomemos como ejemplo
el instructor que aprovecha a los cursillistas dive-master para
descargarse de trabajo, con la escusa de las prácticas. En
primer lugar, un cursillista no es dive-master todavía, por
lo que no puede dirigir a un grupo. Pero admitamos que de algún
modo tiene que aprender y que bajo la atenta mirada de su instructor
podría intentarlo. Si hace algo mal, que será lo más
lógico en un aprendiz, el instructor deberá corregir
el fallo, evitando sus posibles consecuencias. Lógico, ¿no?
Pues a veces no es así, y el cursillista, abandonado a su
suerte al igual que sus sufridos open-water, al final de la inmersión
recibe una bronca como si fuera un empleado del centro que desatendiera
sus obligaciones. En mis años de director de empresa aprendí
que por muy torpe que fuera un empleado, al final la responsabilidad
de sus fallos siempre acababa asumiéndola yo. Al fin y al
cabo, yo era el que le había puesto allí, y el que
dirigía los procesos de trabajo. Un buen director, un buen
capitán, un buen instructor, sabe lo que puede esperar de
cada uno de sus subordinados y sabe distinguir una negligencia individual
de un fallo en la coordinación o planificación, lo
cual es competencia exclusivamente suya. Nunca debe dar por supuesto
nada y debe anticiparse a los posibles contratiempos. Pero lo que
le hace superior es asumir sus propios errores junto con los errores
de sus subordinados que intentará disimular, alentando así
a su equipo, manteniendo la autoestima del aprendiz y facilitando
el trabajo de todos. No se me ocurre mejor sistema de enseñanza
que aquel en el que el instructor conoce sus limitaciones y aprende
de sus propios errores.
Javier Salaberria
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