Algunas tribus indígenas deben pedir
permiso a Dios para dar caza o sacrificar a un animal. Ellos, con
una sabiduría milenaria heredada de sus antepasados, saben
que dependen enteramente de la naturaleza para sobrevivir, y que
sólo si la respetan ella los respetará.
Mi tatarabuelo cazó la última ballena del litoral
vasco. Dicen que sus huesos decoran aún en el Aquarium Donostiarra.
Hasta hay unos versos en euskera que rememoran
la rivalidad entre Orio, Zarautz y Getaria por ser los primeros
en arponear, y cómo unos eran valientes y otros cobardes,
y cómo los cobardes engañaron a los valientes y se
llevaron la ballena a su puerto, y cómo durante un litigio
en Pamplona que dio razón al valiente Caperochipi, el primero
que clavó su arpón, la ballena se pudrió y
hubo que donar sus restos a la ciencia...
Aquellos hombres eran valientes, pero estúpidos. Y, sobretodo,
desconocían cómo se rige el mundo, a pesar de depender
enteramente de él para sobrevivir. Sin embargo, arriesgaban
sus vidas cada vez que salían a la mar.
Hoy, además de estúpidos, los
balleneros son cobardes y mezquinos. Ya no arriesgan nada y matan
de forma industrial, agotando cualquier posibilidad de perpetuar
su propia actividad y, por tanto, de perpetuarse ellos mismos como
especie cazadora.
No se cómo pedir perdón, en nombre de nuestra especie
y en honor a su supuesta inteligencia, a estas bellísimas
criaturas que cantan, que sufren, que son inteligentes y que para
algunos sólo representan un montón de carne y aceites
flotando por mar abierto sin propietario. Quizás por eso
deban extinguirse, porque no queda nadie capaz de reconocer en ellas
una metáfora de los atributos divinos. Aunque, en tal caso,
realmente quien se extingue es el ser humano.
Javier Salaberria
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