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El vuelo de Peter Pan




Para volar, sólo debes un pensamiento alegre lograr".
Era una mañana de otoño y las aguas ya no estaban tan cálidas como en verano pero eso quedaba compensado con dos ventajas: las mareas vivas y la menor presencia de turistas. Un día extraordinariamente sano, de luz fresca y mar transparente. Embarcaron los tres en la motora de la isla. El mayor y el pequeño no paraban de preguntar a su padre sobre los peces que se dejaban ver en el embarcadero. Un buzo apareció rodeado de un coro de burbujas bajo las hélices de una embarcación y la infantil curiosidad cambió de objetivo. Les parecía un ser venido de otro planeta. Mientras reparaba algún tipo de avería subía y bajaba parsimoniosamente rodeado de un halo de misterio y de silencio, roto sólo por la susurrante inquietud de los aspirante a buceadores que no paraban de preguntar. Para aquellos ojos sin malicia, despiertos y brillantes, el gesto de aquel ser que para sumergirse apuntaba al cielo con la boca del tubo de purga del chaleco, parecía una suerte de liturgia mágica, como el toque de varita de un mago, solo que en vez de desaparecer repentinamente se desvanecía entre las aguas como un espejismo lo hace en el desierto.
La travesía desde el puerto hasta el muelle de Santa Clara era breve pero a los dos juveniles se les antojaba como la singladura hacia la Isla del Tesoro o al país de Nunca Jamás, donde en cualquier cala escondida podría esconderse Nemo con su Nautilus o los restos de Pequod destrozado por Moby Dick. Andrés, contagiado por la ilusión de sus hijos, podía reconocer en el patrón ciertos rasgos del Comandante Cousteau disfrazado de marinero griego.
El pequeño estrenaba traje. Le quedaba algo grande, pero su padre confiaba en que el agua estuviera aún lo suficientemente caliente para no abortar la inmersión en los cinco primeros minutos. Aun así sabía que sus delgados hijos aguantaban bastante menos en el agua que él.
El mayor no quiso adentrarse demasiado. Le parecía muy aventurado sortear las rocas que las mareas habían ofrecido a la luz solar tras un año escondidas bajo la mar.
Pero el pequeño, que duerme con las aventuras del Capitán Ahab bajo la almohada, rebosaba entusiasmo y deseos de aventura. Tomó la mano de su padre y guiado en todo momento por él se dispuso a rodear la isla. Atravesaron los "niveles" imaginarios que previamente habían planificado: nivel uno, hasta la barriga; nivel dos, hasta cubrirte; nivel tres, más de dos metros (es decir más que en la piscina). En realidad no pasaron nunca de seis metros, pero eso era casi la profundidad del batiscafo Trieste para el pequeño, cuyos ojos grandes y abiertos como dos almejas gigantes se dibujaban con asombro tras los cristales de las gafas de buceo.
Ante ellos la mar les recibía con una diminuta muestra de lo que sus inmensos territorios esconden: pequeños bentónicos, quisquillas, cangrejos, algún discreto banco de anchoas, una familia de lisas pastando el musgo de las rocas, bosques de anémonas, corales, algas, cabrachos, doncellas, algún pulpo despistado, sargos, erizos... Cada nuevo descubrimiento era señalado por el guía o por el grumete para no perder detalle.
Llegaron hasta la cala del faro y allí vieron a un blenio majestuoso adueñándose de una gran roca plana a modo de solarium muy cerca de la superficie, justo en la entrada de la cueva submarina donde probablemente Long John Silver escondió el tesoro que nadie aun ha encontrado.
Andrés empezó a notar un temblor en la mano de su hijo, un claro aviso de que la hipotermia estaba comenzando a vencer su ánimo de exploración, así que decidió poner fin a aquella aventura. Acompañado del gracioso tiritar de su mandíbula el pequeño narró parte de la aventura a su hermano mayor que disimulaba como podía la envidia que transpiraba por cada uno de sus poros.
No pudo haber fotos porque olvidaron la cámara subacuática desechable que habían comprado. Pero una semana después, un dibujo en el cuaderno del colegio hacía las funciones de diario de aquella expedición. En el dibujo, Andrés con su hijo de la mano surcaban volando ingrávidos los espacios infinitos de un océano colorido lleno de extraños seres. Era un retrato que recordaba mucho al mágico vuelo de Wendy y Peter Pan sobre los mares gobernados por Garfio.
Sin duda será el mejor pensamiento feliz de Andrés y de su hijo para el resto de sus vidas.




 
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